La voz del Pastor en medio de esta noche pandémica

El Evangelio de Jesucristo, la BUENA NUEVA de la Resurrección, es para todos  los pueblos, para todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares. Jesucristo, como Buen Pastor, ha dado su vida, ha derramado su sangre para perdonar los pecados de todos los hombres. Si del Misterio Pascual hemos comprendido que, de nuestro rechazo del Señor, el Padre ha hecho surgir para toda la humanidad el triunfo victorioso de su Hijo sobre el pecado y la muerte; de la resistencia a acoger el Evangelio como Buena Noticia, por parte del pueblo elegido (los judíos), Dios ha abierto la posibilidad de que todas las naciones (los gentiles) se conviertan, en los primeros beneficiarios de la gracia de la salvación que trae consigo la aceptación del anuncio del Kerygma, proclamado por San Pablo tal y como él lo refiere en Hech 13, 46-47: «Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la Palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os juzgáis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles. Pues así nos lo ordenó el Señor: ´Te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el fin de la tierra`».

En efecto, la Iglesia de ayer, de hoy y de siempre tiene confiada, por Jesús resucitado, la tarea de evangelizar el mundo: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20). La Iglesia, pues, como nos ha recordado el Concilio Vaticano II, debe hacer propios «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia (…)”. Es toda la humanidad, la que es destinataria del Evangelio: «Por ello, el Concilio Vaticano II, se dirige ahora no sólo a los hijos de la Iglesia católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos los hombres, con el deseo de anunciar a todos cómo entiende la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo actual. Tiene pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación». Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que van a seguir. No impulsa a la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido»  (Gaudium et spes, nnº 1-3). Esta es la misión pastoral de la Iglesia.

            A la luz de este texto conciliar, percibimos la importancia que tiene, en estos momentos, en los que estamos amenazados por el poder homicida del COVID-19, la palabra de consolación, exhortación y animación de los pastores a las comunidades a nosotros confiadas. ¿Estamos haciendo todo lo que está en nuestra mano para estar cerca del rebaño comprado a precio de su sangre por Nuestro Señor Jesucristo? Esta tempestad o tifón vírico que está sembrando nuestras ciudades de enfermos contagiados y de fallecidos a millares, ¿nos ha encontrado a los pastores vigilantes para cuidarles, sostenerles y animarles con el consuelo de la fe y la fortaleza de los sacramentos? El Papa Francisco, nos ha recordado, en reiteradas ocasiones, que quiere que los sacerdotes seamos pastores con olor a oveja que se “meten con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achican distancias, se abajan hasta la humillación si es necesario, y asumen la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así olor a oveja y estas escuchan su voz” (cf. EG, 24). Cabe, en esta hora, que nos hagamos en alto, los pastores y todos los cristianos, la siguiente pregunta: ¿hemos estado a la altura de las circunstancias en esta dramática prueba en la que estamos inmersos? ¿La humanidad, la sociedad, nuestras comunidades han tenido la oportunidad de escuchar la voz de sus pastores? Hemos dado gracias a Dios por la bellísima Meditación del Papa Francisco del 17 de Marzo, pero ¿y la voz de nuestros pastores -obispos y párrocos- a los que el Señor nos ha confiado apacentar su rebaño, vigilando, acompañándolo y siendo para el “modelos de la grey” (1ª Pe 5, 2-3)?

En efecto, en esta “noche oscura” que nos envuelve a causa de la pandemia del coronavirus, la Iglesia, los pastores y todos los cristianos, estamos llamados y urgidos a dar un testimonio luminoso de fe, esperanza y caridad. Y hemos de hacerlo con la vida y con la palabra, con el testimonio y con la oración, con la presencia y la colaboración. La Iglesia que nace de la Pascua, es una comunidad que nace de la Luz que disipa las tinieblas y vence el pecado y la muerte;  una Iglesia en salida pascual que se implanta en medio de los hombres como Hospital de campaña para acoger, sanar y curar las llagas de los contagiados del COVID-19; acompañar y orar con las familias huérfanas de seres queridos que les han sido arrebatados por este terrible tizón mortal que ha sembrado de luto nuestros hogares y de dolor contenido el corazón de tantas familias que no han podido velar con dignidad, celebrar con fe, y despedir con esperanza, a sus seres queridos fallecidos a consecuencia del contagio del coronavirus. En esta de hora de angustia y aflicción, las ovejas necesitan escuchar la voz del Pastor a través del cuidado pastoral de los siervos que el Mayoral ha puesto al frente de su rebaño: “Mis ovejas escuchan mi voz, y ya los conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano” (Jn 10, 27-28). Todas las ovejas que han sido llamadas por el Supremo Pastor al aprisco celestial viven ya en la morada de Dios: “Seguí mirando, y había un Cordero, que estaba en pie sobre el monte Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que llevaban escrito el nombre de su Padre (…). Éstos siguen al Cordero a dondequiera que vaya, y han sido rescatados de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero (…). Luego oí una voz que decía desde el cielo: Dichosos los muertos que mueren en el Señor. Desde ahora, sí –dice el Espíritu-, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan” (Ap 14, 1-13).

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