En el ábside, junto al Presbiterio y contemplando a la Asamblea, destaca la talla, esculpida en piedra de Villamayor, de la Virgen María, en su advocación de REFUGIO DE PECADORES. Su autor es Jerónimo Prieto y presenta a María como una Madre que nos ofrece el manto de su Misericordia para que todos los pecadores, agachando la cabeza, seamos protegidos bajo su manto.
Todos somos pobres criaturas en un mundo en el que el mal, el pecado, se convierte en nuestro
pan de cada día. Si nos llamamos “pecadores”, es porque reconocemos sinceramente nuestro límite humano, nuestra fragilidad de criaturas. A María, entonces, le decimos: “ruega por nosotros, pecadores”, arrepentidos, necesitados de salvación. Decir “nosotros, pecadores”, significa reconocer a María como refugio del que cae, como puerta de la esperanza, madre que quiere que todos seamos santos y felices. El pecado tiene muchos nombres, muchos aspectos; las enfermedades del alma son innumerables, como lo son también las físicas: quien reza por los “propios” pecados, pide a la Virgen María obtener de Dios también el perdón para los pecados de todos. Pecadores son los que llevan el peso del pecado, pero no sólo: muchos males físicos y morales están relacionados con el pecado personal o social. Se puede, por tanto, rezar como “pecadores”, aunque estén enfermos, o pobres, o solos. El “fruto bendito” del vientre de María es el Cordero que quita el pecado del mundo (cf. Jn 1,29), es Jesús, el Salvador. María colabora maternalmente en esta obra de Salvación sacramental, como el Templo del Espíritu donde Dios habita.