El ambón o mesa de la Palabra

El Verbo de Dios se hizo carne. El Verbo es el Hijo de Dios que quiso nacer en Belén. El Verbo es la Palabra de Dios que se proclama en la Santa Misa para que tú la oigas y, escuchándola, Cristo se encarne en tu corazón. Te habrás dado cuenta de que en la Santa Misa, hay un momento en el que el Sacerdote se sienta y uno de los fieles sube al presbiterio y abre un libro grande. Ese libro grande se llama Leccionario y contiene los textos de las Sagradas Escrituras que tienen que ser leídos en la liturgia de la Palabra dentro de la Eucaristía. El leccionario se encuentra en el ambón. El lector abre el libro y lee las lecturas que estén previstas para esa celebración. Al acabar de leer, dice en alta voz: − «Palabra de Dios». Y el pueblo responde: − «Te alabamos,  Señor». Este es un momento importante. Dios te está hablando a ti. Y si tú escuchas con atención y devoción, es decir, queriendo comprender y amar lo que se está leyendo, entonces el Verbo de Dios, la Palabra de Dios se encarna en ti.

Cristo vive en tu corazón y tú te divinizas. El Papa Benedicto XVI en Verbum Domini, nº 68 dice lo siguiente en referencia al ambón: “Se debe prestar una atención especial al ambón como lugar litúrgico desde el que se proclama la Palabra de Dios. Ha de colocarse en un sitio bien visible, y al que se dirija espontáneamente la atención de los fieles durante la liturgia de la Palabra. Conviene que sea fijo, como elemento escultórico en armonía estética con el altar, de manera que represente visualmente el sentido teológico de la doble mesa de la Palabra y de la  Eucaristía. Desde el ambón se proclaman las lecturas, el salmo responsorial y el pregón pascual; pueden hacerse también desde él la homilía y las intenciones de la oración universal. Además, los Padres sinodales sugieren que en las iglesias se destine un lugar de relieve donde se coloque la Sagrada Escritura también fuera de la celebración. En efecto, conviene que el libro que contiene la Palabra de Dios tenga un sitio visible y de honor en el templo cristiano”. En nuestro templo, la Palabra, también se venera en la Capilla del Santísimo, siguiendo así una orientación del Concilio Vaticano II: “La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de
vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Sagrada Liturgia. Siempre las ha considerado y considera, juntamente con la Sagrada Tradición, como la regla suprema de su fe, puesto que, inspiradas por Dios y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles” (Cf. Dei Verbum, nº 21).  Así, como adoramos la Presencia sacramental de Jesucristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, también, como nos ha recordado Benedicto XVI, veneramos la Presencia del Verbo en las Sagradas Escrituras:

“En el origen de la sacramentalidad de la Palabra de Dios, está precisamente el misterio de la encarnación: «Y la Palabra se hizo carne» (Jn1,14), la realidad del misterio revelado se nos ofrece en la «carne» del Hijo. La Palabra de Dios se hace perceptible a la fe mediante el «signo», como palabra y gesto humano. La fe, pues, reconoce el Verbo de Dios acogiendo los gestos y las palabras con las que Él mismo se nos presenta. El horizonte sacramental de la revelación indica, por tanto, la modalidad histórico salvífica con la cual el Verbo de Dios entra en el tiempo y en el espacio, convirtiéndose en interlocutor del hombre, que está llamado a acoger su don en la fe. De este modo, la sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados. Al acercarnos al altar y participar en el banquete eucarístico, realmente comulgamos el cuerpo y la sangre de Cristo. La proclamación de la Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros para ser recibido. Sobre la actitud que se ha de tener con respecto a la Eucaristía y la Palabra de Dios, dice san Jerónimo: «Nosotros leemos las Sagradas Escrituras. Yo pienso que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que las Sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando él dice: “Quién no come mi carne y bebe mi sangre” (Jn 6,53), aunque estas palabras puedan entenderse como referidas también al Misterio [eucarístico], sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios. Cuando acudimos al Misterio [eucarístico], si cae una partícula, nos sentimos perdidos. Y cuando estamos escuchando la Palabra de Dios, y se nos vierte en el oído la Palabra de Dios y la carne y la sangre de Cristo, mientras que nosotros estamos pensando en otra cosa, ¿cuántos graves peligros corremos?». Cristo, realmente presente en las especies del pan y del vino, está presente de modo análogo también en la Palabra proclamada en la liturgia. Por tanto, profundizar en el sentido de la sacramentalidad de la Palabra de Dios, puede favorecer una comprensión más unitaria del misterio de la revelación en «obras y palabras íntimamente ligadas», favoreciendo la vida espiritual de los fieles y la acción pastoral de la Iglesia” (nº 56).