Las «salidas» de Jesús | Hoja parroquial del 7 de febrero

Vº DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO: Jb 7, 1-4.6-7; Sal 146; 1ª Cor 9, 16-19.22-23; Mc 1, 29-39

«Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: Todo el mundo te busca. Él les respondió: Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido».

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Es el Evangelio de San Juan quién mejor ha expresado la «salida» de Jesús -el Verbo encarnado- del seno de Dios-Trinidad para venir hacia nosotros y compartir nuestra pasión humana y así parece manifestarlo en reiteradas ocasiones: «Yo he salido y vengo de Dios, no he venido por mi cuenta, sino que Él me ha enviado» (Jn 8, 42). En efecto, Jesús, Hijo unigénito de Dios ha sido enviado al mundo para salvar a los hombres llevando a cabo la obra del Padre  que es que todos los hombres conozcan a Dios y a su enviado, Jesucristo y creyendo en Él tengan Vida Eterna. Esta «obra» consistirá en vencer al pecado y  la muerte a través de su «Paso-Pascua» y así muriendo, destruir nuestra muerte y resucitando, restaurar nuestra vida. Con estas palabras sintetiza Jesús su misión: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (16, 28). Pero en esta «vuelta» a la casa del Padre, ha llevado nuestra humanidad al cielo.

            La misión terrena de Jesús, también, comporta una serie de «salidas» que hoy «sumarialmente» vemos tipificadas en el Evangelio de Marcos. Jesús «sale de la sinagoga para entrar en la casa de Pedro» (Mc 1, 29). La sinagoga es el centro litúrgico religioso de los judíos, donde éstos escuchan la Palabra de Dios, pero Jesús que es la Palabra hecha carne, «sale» del ámbito del templo para realizar su ministerio salvífico en el ámbito ordinario donde transcurre la existencia humana, es decir, la casa donde vivimos las experiencias personales más vitales y decisivas de nuestra vida. Por eso, Jesús entra en los hogares de los pecadores, dialoga y come con ellos y les lleva la salvación; entra en casa de los enfermos y moribundos, a unos los cura, a otros los resucita, a todos les introduce en la amistad con Dios.

            Para llevar adelante su misión, Jesús «sale» del ruido y busca la intimidad de la noche, el refugio de los lugares solitarios (montaña, descampados), para hablar y dialogar con su Padre. Sin esta «salida» de la oración es imposible llevar adelante la misión. Y la tarea es apremiante, el Reino de Dios se abre paso curando enfermedades y sanando espíritus inmundos. Jesús ha salido de Cafarnaúm para «curar» y «predicar», Él es el médico de la humanidad y el evangelizador del Padre, sabe que ha venido para una «misión»: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34) y la «obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado» (Jn 6, 29) para que «creyendo que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, tengáis vida eterna» (Jn 20, 31).

            Salir  es la actitud propia del discípulo de Jesús. El Papa Francisco acaba de recordárnoslo: «Hoy en este id de Jesús, están presentes los escenarios y desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta nueva salida misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar esta llamada: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio» (Cf. Evangelii gaudium, nº 20). Todos somos invitados a «salir» de nosotros mismos.

EL CAMPANARIO

 ¿IGLESIA EN SALIDA O CONFINADA?

El Papa Francisco quiere que la Iglesia salga de sí misma, que deje de mirarse a sí misma y mire a los últimos, los pobres, los descartados, los excluidos y los pecadores para llevarles al encuentro con el Dios de la Misericordia cuyo rostro es Jesús. Así nos lo pide en su Exhortación Apostólica Evangelii gaudium al decir que “la Iglesia «en salida» es una Iglesia con las puertas abiertas. Salir hacia los demás para llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin rumbo y sin sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino. A veces es como el padre del hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin dificultad” (n. 46).

Esta Iglesia en salida ha de ser una comunidad abierta a todos “la Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre. Uno de los signos concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas partes. De ese modo, si alguien quiere seguir una moción del Espíritu y se acerca buscando a Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas cerradas” (n. 47). Esta misma petición la ha hecho, la semana pasada, el arzobispo de Valencia, el cardenal Antonio Cañizares, en  una “Carta a toda la diócesis”, con fecha 25 de enero, reflexionando sobre la pandemia, ante la que reconoce una situación en la que “andamos un poco o bastante sobrecogidos, cohibidos” (…) yo también tengo miedo”, y haciendo un llamamiento a la esperanza. Al comienzo de la carta,relata el dolor que le produjo, hace unos días,leer en la portada de un periódico, algo así: “el olvido de Dios en plena pandemia, las iglesias se vacían”. Cañizares pide a sus sacerdotes que tengan abiertas las parroquias y a los fieles les invita a participar presencialmente de la Eucaristía y a orar y pasar tiempo de adoración ante el Santísimo.

Es un hecho contrastado que la pandemia y el miedo a los posibles contagios ha “cribado la presencia de fieles en la celebración de las misas”. Al miedo hay que añadir las medidas tan lesivas para la libertad de los fieles como la de acotar las asambleas al número de 25 fieles por celebración. Éste es el motivo por el cual los doce obispos con territorio afectado por esta disposición, entre ellos el cardenal Ricardo Blázquez, han dado a conocer un comunicado en el que critican las medidas impuestas por la Junta de Castilla y León:  «No nos parece razonado ni aceptable que el criterio de ese mayor esfuerzo sea una limitación de aforo expresada en términos absolutos -máximo de 25 personas por templo- cuando la superficie y volumen de los miles de templos, ermitas y capillas que hay en Castilla y León es muy diversa. Creemos que el criterio proporcional que se ha seguido en toda España durante las diversas fases de la pandemia puede considerarse más ecuánime».

Sin embargo, y aceptando las restricciones arbitrarias y desproporcionadas que se nos ha impuesto a los cristianos, también, hemos de reconocer que el vaciamiento presencial de nuestros fieles en las celebraciones litúrgicas está poniendo en evidencia la fragilidad y debilidad de la fe de los que nos llamamos cristianos, prueba de ello son la poca presencia (¡en no pocas parroquias!) de fieles tanto a la Misa diaria (¡ni siquiera, a veces, llegamos a las 25 personas!) como a las Misas del Domingo. La evidencia se nos ha impuesto: ¡es más fuerte el miedo al contagio que la decisión de celebrar la Eucaristía sin la cual, como decían los cristianos de los primeros siglos, ¡no podemos vivir! Y resulta, paradójico, porque este “miedo” lo dejamos en casa para salir a dar un paseo, ir a hacer la compra, subir en el autobús o hacer lo que haga falta.

Digámoslo con claridad: ¡la pandemia nos ha confinado el corazón y la fe! La propuesta del Papa Francisco de ser “una Iglesia en salida” se ha topado con la dura y dramática realidad del coronavirus que nos ha cribado la salud, el afecto, el bolsillo y amenaza con asfixiarnos la fe. Si no nos conectamos a la Vid, a la Eucaristía, no tenemos vida ni fe, ni esperanza, ni caridad. Ya nos lo recordó el mismo Señor: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto: porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Y hoy, más que nunca, la Iglesia está llamada a salir y ofrecer a todos el “pan” de la fe, de la esperanza y de la caridad porque ahí afuera “hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: ´¡Dadles vosotros de comer!`”(Mc 6,37) [EG, n. 48]. Salgamos, pues, de nuestros “miedos”, dejémonos conducir por el Espíritu Santo que nos invita  a caminar, siempre, al encuentro del otro, para hacerle el bien. ¡Son muchas las ocasiones que se nos presentarán para poder hacerlo!

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