El don del discernimiento | Hoja parroquial del 26 de julio

DOMINGO XVIIº: 1º Re 3, 5-12; Sal 119; Rom 8, 28-30; Mt 13, 44-52

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo(Mt 13, 44-52)

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Pese a lo que a veces puede oírse, el discernimiento no es un invento de los jesuitas. Ni siquiera de San Ignacio. Aunque es evidente que San Ignacio contribuyó, a través de los Ejercicios Espirituales, a que se reconociera su importancia y se difundiera su práctica. Apurando mucho podríamos decir que el discernimiento es tan antiguo como Adán y Eva: El árbol de la ciencia del bien y del mal bien podría decirse el árbol del discernimiento. La necesidad de buscar el bien y distinguirlo del mal en este mundo, la necesidad de descubrir incluso más el bien que el mal, de distinguir entre lo bueno y lo menos bueno, entre lo más bueno y lo óptimo, a partir de indicios que nos vienen dados por la misma realidad desde fuera y que no son simplemente elegidos desde cada uno de nosotros…, todo esto es algo esencial, constitutivo, del ser humano como ser orientado a actuar con libertad y responsabilidad en relación con Dios, si es creyente, y en relación con el entorno y con los demás aunque no fuera creyente.

Vivir actuando humana y responsablemente es vivir discerniendo en una u otra forma. No hablo todavía de lo específicamente cristiano; pero puede ser bueno empezar reconociendo que el discernimiento es una tarea permanente de todo hombre en toda situación.

Salomón es el rey del discernimiento: Dios le dice pideme lo que quieras y él le pide solo una cosa: Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien. ¿A cuántos de nosotros se nos hubiera ocurrido hacer esta petición? Lo más común, en nuestras peticiones, es pedir para nosotros y los nuestros, salud, trabajo, dinero, vivir bien y no tener problemas. Pero no, Salomón pidió para él, el don del discernimiento porque sin discernimiento no sabemos para qué vivimos, quiénes somos y cuál es nuestra misión en el mundo. Hoy, la tentación permanente de muchos  es la de alienarnos. Desgraciadamente en demasiados casos es verdad la comprobación de que vivimos alienados por el ansia viva de tener cada vez más, vivimos para trabajar, para el dios-dinero y, el que pone su corazón en el dinero, se queda sin discernimiento y entra en la alienación. Nos alienamos muy a menudo en la irresponsabilidad, el conformismo, el infantilismo, y la vida fofa y de sofá.

El discernimiento es un don del Espíritu Santo que hay que pedir, como Salomón, a Dios. El apóstol Pablo, en Fil 1,9 dice: «Pido en mi oración que vuestro amor siga creciendo en conocimiento perfecto y en todo discernimiento«. Porque el sabía que el amor crece en el conocimiento perfecto y en el discernimiento. En cambio, se debilita y disminuye en el conformismo, en la rutina y en la vida burguesa y materialista en la que tantas veces vivimos instalados. En el discernimiento uno se pone en tensión hacia lo mejor, en un movimiento que lleva a crecer y a profundizar en el amor. Es el movimiento gozoso y diligente de aquel que encontró el tesoro escondido en el campo: se jugó la vida por adquirir aquel terreno: lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. Lo mismo ocurre cuando uno se ha encontrado con el tesoro del Amor de Dios, sin que nadie se lo mande o se lo exija, por la alegría que le da, renuncia a la avaricia, a la lujuria, a la violencia, al afán de los primeros puestos o a la burguesía bien vista, y se aferra gozoso al tesoro descubierto.

EL CAMPANARIO

Los abuelos, el tesoro de la familia

La sociedad narcisista en la que vivimos valora la eficacia y da culto a lo joven, bello y hermoso. La vejez es un contravalor y no se estima la “sabiduría del corazón” que representan los años. Debido a esta cultura y a otros factores sociales, en ocasiones,  los ancianos son para algunos hijos una carga que se pasan de unos a otros y muchos terminan desamparados. Sin embargo, en esta misma sociedad, los abuelos son más protagonistas de lo que parece, pues  no pocos de ellos son actualmente una ayuda imprescindible para aquellas parejas de matrimonios jóvenes que, abocadas al trabajo fuera del hogar tanto el marido como la mujer, ven en sus padres el mejor seguro de la educación de sus hijos.

Ahí están las estampas de cada día, de aquel abuelo o abuela que recoge a su nieto a la salida del colegio. Que ayuda en tareas domésticas de la nueva familia de sus hijos, y que en tantas ocasiones –siguiendo la máxima evangélica de “no sepa tu mano izquierda lo que da tu derecha”, continúan sacrificándose en favor de sus hijos. Pero sobre todo ahora, cuando muchas familias jóvenes  sufren  de cerca la lacra del paro, allí están los abuelos compartiendo lo que tienen para ayudar a hijos y nietos.

Esta generación de personas mayores se forjó en los años duros donde todavía no había aparecido la llamada sociedad del bienestar. No tuvieron las comodidades que gozan hoy sus nietos, ni las posibilidades culturales y educativas que tienen sus hijos pues muy pronto conocieron  la dureza del trabajo para traer dinero a casa. Son hombres y mujeres hechos a sí mismos, autodidactas, sacrificados, capaces de un aguante sobrehumano y de las más heroicas renuncias. Precisamente son ellos quienes están desempeñando una labor supletoria en la transmisión de la fe y de los valores que han configurado la institución natural de la familia. Por esto y por otras muchas razones, los abuelos siguen siendo un gran tesoro de humanidad en todas las tradiciones culturales.

En África se dice que, cuando muere un anciano “ha desaparecido una biblioteca”. Los mayores allí son los custodios de la memoria colectiva. En cambio, en Occidente, nadie quiere parecer viejo y se ha perdido el respeto a la “vejez venerable”.  Pero para un cristiano no está pasado de moda el cuarto mandamiento de la ley de Dios: “honrar al padre y a la madre”, por mucho giro antropológico y cultural que pretendan dar a la familia los poderosos de turno en función de sus intereses políticos e ideológicos. El reconocimiento universal de este mandamiento conlleva el amor de los hijos a los padres, manifiesta la vinculación entre las generaciones y hace que los mayores se sientan seguros y que no sean considerados un objeto inútil y embarazoso. Por eso, honrar a los padres supone también honrarles cuando lleguen a ser  abuelos,  acogiéndolos, asistiéndolos y valorando todas sus cualidades.

Es necesario crear una nueva mentalidad respecto de nuestros mayores. En primer lugar, hace falta considerar al anciano en su dignidad de persona. Luego hay que procurarle una inserción efectiva en el entramado social. No son un peso para la sociedad, sino una fuente de sabiduría y armonía que puede contribuir al bien común. Finalmente, no sólo se trata de organizar actividades de ocio para la tercera edad, si no de procurarles una asistencia rica en humanidad e impregnada de valores auténticos.

La tradición cristiana hace coincidir la fiesta litúrgica de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen María, con la celebración del “día de los abuelos”. Recordemos en esta efeméride el mensaje que Benedicto XVI dirigió a todos los abuelos del mundo desde Valencia (España) en el  V Encuentro Mundial de las Familias 2006: “Deseo referirme ahora a los abuelos, tan importantes en las familias. Ellos pueden ser –y son tantas veces– los garantes del afecto y la ternura que todo ser humano necesita dar y recibir. Ellos dan a los pequeños la perspectiva del tiempo, son memoria y riqueza de las familias. Ojalá que, bajo ningún concepto, sean excluidos del círculo familiar. Son un tesoro que no podemos arrebatarles a las nuevas generaciones, sobre todo cuando dan testimonio de fe ante la cercanía de la muerte”.

La trágica pandemia del coronavirus que padecemos se ha cebado especialmente con nuestros abuelos, de forma dramática los que pasaban los últimos años de su vida en  residencias para ancianos. Hemos contemplado con impotencia como han fallecido sin la atención sanitaria debida, sin la cercanía de sus familiares y sin el consuelo de la asistencia humana y espiritual que precisaban. ¡Ojalá hayamos aprendido la lección! ¡No podemos ni debemos dejar a  nuestros ancianos solos! Ellos son el mejor patrimonio de humanidad y de espiritualidad de nuestra sociedad y esperan de nosotros que los acompañemos con ternura, sostengamos con cariño y fortaleza y animemos con esperanza y amor. Lo que hagamos con nuestros ancianos lo repetirán nuestros hijos con nosotros. Una sociedad que aparca y descarta a sus ancianos del corazón de sus hogares y familias está abocada a vivir sin esperanza y sin fundamentos morales para proponer a las siguientes generaciones.

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