Aprender a escuchar | Hoja parroquial del 12 de julio

DOMINGO XVº: Is 55, 10-11; Sal 64; Rom 8, 18-23; Mt 13, 1-23

Vosotros oíd que significa la parábola del sembrador: Si uno escucha la palabra del Reino sin entenderla, viene el Maligno y roba lo sembrado en su corazón. Esto significa lo sembrado al borde del camino (…) Lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la Palabra y la entiende; ése dará fruto y producirá ciento o setenta o treinta por uno«

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En el principio fue la palabra y ella es el principio de todo. Es la palabra fecunda que sale de la boca de Dios. Esta palabra es el acontecimiento más eficaz. Todo cuanto existe y acontece es palabra de Dios, del Dios que nos ha hablado y nos habla a través de los acontecimientos. Y el acontecimiento más clarificador y permanente es el Hijo de Dios, hecho Hombre, la misma Palabra de Dios en el tiempo.

            La Palabra de Dios es el actuar de Dios, la acción de Dios en la historia del hombre y del mundo. El problema que se le presenta al hombre es aprender a leer este libro, saber escrutarlo, penetrar su contenido y se mensaje para guiar sus pasos por los senderos de la libertad. Para ello se precisa una actitud previa: “aprender a escuchar la Palabra de Dios”.

            La parábola del sembrador nos sitúa a cada hombre frente a esta palabra y nos descubre la lectura e inteligencia que cada uno le da. Cuatro categorías de hombres o actitudes detecta Jesús en el comportamiento ante esta palabra, cuatro tipos de oyentes y recipientes.

            Unos tienen una actitud endurecida como un camino asfaltado. Toda semilla que allí cae o es pisoteada o es pasto de las aves. ¿Qué puede hacer la lluvia o el solo para que tal simiente fructifique? Los que dicen que no entienden, que no comprenden la palabra, es que tienen el corazón endurecido, nada abierto y permeable para que pueda penetrar la simiente y la lluvia. Han sustituido la Palabra de Dios por la palabra del hombre y no queda sitio para ella.

            Otros tienen un corazón abierto a la Palabra como las grietas de las peñas. La simiente de la palabra es acogida hasta con gozo. Pero se queda en la superficie sin poder arraigar y cualquier frío o calor la angosta. Es como flor de un día, sin fondo ni raíces. Vidas vanas y superficiales.

            Otros abren el corazón a la Palabra, la arropan en el fondo de su ser. Pero en ese corazón han arraigado con fuerza las espinas, las malas hierbas que ahogan la semilla y no la dejan fructificar. Las malas hierbas de las preocupaciones terrenas, la servidumbre despótica del dinero, al querer cohonestar el mensaje de Dios con el mensaje del mal convierte en estéril la vida.

            Por último, otros tienen el corazón como la tierra esponjosa y abierta a la simiente, a la lluvia y al sol. Allí cae la simiente de la Palabra y no puede menos de fructificar en abundancia. El corazón ha sido preparado limpiándolo de piedras y maleza y allí se gesta la ubérrima cosecha del amor de Dios y al prójimo, de la paz del espíritu, de la esperanza segura, del gozo de la presencia de Dios.

            Cada uno de nosotros estamos aquí reflejados. ¿Dónde? Cada uno sabrá. El que acoja la verdad experimentará la fuerza creadora de esta Palabra para convertirse en luz, en energía, en seguridad. Y, sobre todo, en camino de libertad. Y no una libertad condicionada o precaria, sujeta a vaivenes del tiempo; sino la libertad gloriosa del que ha descubierto que, para ser libres como Dios, el secreto está en acoger la Palabra de Dios, fiarse de ella y dejar que ella fecunde nuestra vida.

            El sembrador es Dios, la semilla es su Verbo, su Palabra, y la tierra son nuestros corazones. ¿Cómo acogemos esa semilla? Hay una discípula modelo de oyente: María. Ella acogió la Palabra, la custodió con su corazón inmaculado, la guardó a lo largo de toda su vida y nos enseña a los discípulos de Jesús a ser oyentes, recipientes y servidores de la Palabra de Dios.

El campanario

Sacramentalidad de la palabra

“Con la referencia al carácter performativo de la Palabra de Dios en la acción sacramental y la profundización de la relación entre Palabra y Eucaristía, nos hemos adentrado en un tema significativo, que ha surgido durante la Asamblea del Sínodo, acerca de la sacramentalidad de la Palabra. A este respecto, es útil recordar que el Papa Juan Pablo II ha hablado del «horizonte sacramental de la Revelación y, en particular…, el signo eucarístico donde la unidad inseparable entre la realidad y su significado permite captar la profundidad del misterio». De aquí comprendemos que, en el origen de la sacramentalidad de la Palabra de Dios, está precisamente el misterio de la encarnación: «Y la Palabra se hizo carne» (Jn1,14), la realidad del misterio revelado se nos ofrece en la «carne» del Hijo. La Palabra de Dios se hace perceptible a la fe mediante el «signo», como palabra y gesto humano. La fe, pues, reconoce el Verbo de Dios acogiendo los gestos y las palabras con las que Él mismo se nos presenta. El horizonte sacramental de la revelación indica, por tanto, la modalidad histórico salvífica con la cual el Verbo de Dios entra en el tiempo y en el espacio, convirtiéndose en interlocutor del hombre, que está llamado a acoger su don en la fe.

De este modo, la sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados. Al acercarnos al altar y participar en el banquete eucarístico, realmente comulgamos el cuerpo y la sangre de Cristo. La proclamación de la Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros para ser recibido. Sobre la actitud que se ha de tener con respecto a la Eucaristía y la Palabra de Dios, dice san Jerónimo: «Nosotros leemos las Sagradas Escrituras. Yo pienso que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que las Sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando él dice: “Quién no come mi carne y bebe mi sangre” (Jn 6,53), aunque estas palabras puedan entenderse como referidas también al Misterio [eucarístico], sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios. Cuando acudimos al Misterio [eucarístico], si cae una partícula, nos sentimos perdidos. Y cuando estamos escuchando la Palabra de Dios, y se nos vierte en el oído la Palabra de Dios y la carne y la sangre de Cristo, mientras que nosotros estamos pensando en otra cosa, ¿cuántos graves peligros corremos?». Cristo, realmente presente en las especies del pan y del vino, está presente de modo análogo también en la Palabra proclamada en la liturgia. Por tanto, profundizar en el sentido de la sacramentalidad de la Palabra de Dios, puede favorecer una comprensión más unitaria del misterio de la revelación en «obras y palabras íntimamente ligadas», favoreciendo la vida espiritual de los fieles y la acción pastoral de la Iglesia” (Cf. BENEDICTO XVI, Verbum Domini, n. 56).

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