En el contexto de la celebración de la XXXª JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO que este año lleva el Lema: «Sean misericordiosos así como el Padre de ustedes es misericordioso» (Lc 6,36).
Estar al lado de los que sufren en un camino de caridad>>, el equipo de capellanes que atendemos el servicio religioso en los hospitales de Salamanca, hemos querido ofreceros algunas reflexiones a la luz de las Obras de Misericordia, tanto corporales como espirituales.
El Papa Francisco nos ha recordado en su Mensaje que “cuando una persona experimenta en su propia carne la fragilidad y el sufrimiento a causa de la enfermedad, también su corazón se entristece, el miedo crece, los interrogantes se multiplican; hallar respuesta a la pregunta sobre el sentido de todo lo que sucede es cada vez más urgente. Cómo no recordar, a este respecto, a los numerosos enfermos que, durante este tiempo de pandemia, han vivido en la soledad de una unidad de cuidados intensivos la última etapa de su existencia atendidos, sin lugar a dudas, por agentes sanitarios generosos, pero lejos de sus seres queridos y de las personas más importantes de su vida terrenal. He aquí, pues, la importancia de contar con la presencia de testigos de la caridad de Dios que derramen sobre las heridas de los enfermos el aceite de la consolación y el vino de la esperanza, siguiendo el ejemplo de Jesús, misericordia del Padre” (n. 2). En nuestra reflexión de hoy vamos a recordar, también, el impacto que nos produjo a todos contemplar la forma inhumana con la que fueron sepultados, -¡en no pocos casos!- muchos difuntos por causa del coronavirus donde se privó a las familias de despedirse de sus familiares y, más aún, de darles un enterramiento cristiano. De ahí que me voy a detener en dos obras, una corporal y la otra espiritual, íntimamente ligadas y conectadas entre sí, que proyectan luz para una pastoral escatológica más corresponsable y vivida desde un espíritu de sinodalidad.
- ENTERRAR A LOS MUERTOS
Una de las experiencias más dramáticas y dolorosas que nos ha dejado la pandemia del coronavirus, es el haber constatado nuestra impotencia ante la imposibilidad de acompañar a nuestros difuntos en su último adiós, en la hora de su enterramiento. Recuerdo, con dolor, las llamadas de desesperación de tantos amigos, feligreses y parientes sin saber qué hacer (¡debido a las prescripciones protocolarias impuestas en los meses más duros de la pandemia –marzo-mayo de 2020- que prohibían la presencia de los familiares en el cementerio!) y cómo proceder para poder enterrar y acompañar espiritualmente el último adiós a sus seres queridos. ¡Cuánta impotencia y desolación! ¡Cuántas lágrimas vertidas resignadamente en silencio! ¡Cuántos funerales por celebrar en meses posteriores! La pandemia nos ha enseñado la trascendencia del acompañamiento humano y espiritual de aquellos con los que hemos convivido y querido y, también, la importancia de su enterramiento.
Enterrar a los muertos es una obra de misericordia. En las Escrituras, nos encontramos con un personaje que se convierte en paradigma de lo que hemos de hacer con los difuntos, se trata de Tobit, un fiel judío deportado en Nínive que realizó en su vida esta obra de misericordia en grado heroico. En efecto, en el libro sagrado dedicado a su vida se nos cuenta cómo Tobit, cada vez que “veía el cadáver de alguno de los de mi raza arrojado a extramuros de Nínive, le daba sepultura” (Tob 1, 17), llevar a cabo, públicamente, esta obra de misericordia le va a acostar a Tobit jugarse la vida y la hacienda.
Las situaciones que nos ha tocado vivir durante los meses más dolorosos de la pandemia a lo largo del año 2020, nos han hecho comprender la necesidad de enterrar a nuestros difuntos con dignidad, lo que significa no privarles de la compañía de la familia, ofrecerles la posibilidad del consuelo espiritual de la liturgia comunitaria y la oración de despedida y esperanza en el cementerio. Son los tres momentos que jalonan los ritos exequiales de nuestros seres queridos: en la casa, la Iglesia y el cementerio.
“La celebración litúrgica de la muerte, -nos recuerda el Ritual de Exequias– que se inicia en los momentos inmediatamente anteriores a la expiación y durante la misma, por medio del Viático y de las recomendaciones del moribundo, se prolonga después a través de los ritos funerarios. La Iglesia honra en las exequias el cuerpo del difunto, porque ha sido instrumento del Espíritu Santo y está llamado a la resurrección gloriosa. Los ritos exequiales pueden considerarse como expresión de la veneración cristiana por el cuerpo. El mismo cuerpo, que en su vida fue bañado por el agua del bautismo, ungido con el óleo santo, alimentado con el pan y el vino eucarístico, marcado con el signo de la salvación, protegido con la imposición de manos, una vez convertido en cadáver, continúa siendo objeto del cuidado solícito y amoroso de la madre Iglesia” (nn. 12 y 18).
La praxis exequial vivida durante estos años de pandemia, nos ha hecho revalorizar, también, el ministerio que los fieles laicos/as pueden y deben desempeñar al interior de nuestras comunidades en el momento de acompañar espiritualmente la despedida de nuestros difuntos. La presencia de algunos fieles laicos/as designados para prestar este servicio eclesial, será cada vez más necesaria en nuestras parroquias ante la escasez de sacerdotes y la imposibilidad de poder contar con su presencia debido a sus múltiples tareas pastorales. De hecho, el Ritual de Exequias contempla que un fiel laico/a pueda dirigir las “preces para rezar en el cementerio” ante la ausencia del párroco. Soy testigo del bien que hacen estos fieles designados al interior de la Comunidad Parroquial para desempeñar este servicio eclesial que evita el encontrarnos con situaciones dolorosas vividas en el pasado reciente en el que nuestros difuntos eran enterrados sin la presencia y la oración de algún miembro de la Comunidad Cristiana.
- ORAR POR VIVOS Y DIFUNTOS
Es la última obra de misericordia espiritual. En el 2º Libro de los Macabeos encontramos uno de los textos de la Escritura en los que se fundamenta esta obra de misericordia. En él, se nos cuenta cómo en la campaña militar dirigida por Judas contra los griegos, se encontraron ante una derrota inesperada que dejó diezmado el ejército macabeo, pero cuando “fueron a recoger los cadáveres de los que habían caído y depositarlos con sus parientes en los sepulcros de sus padres, encontraron bajo sus túnicas de cada uno de los muertos objetos consagrados a los ídolos de Yamnia, que la Ley prohíbe a los judíos” (12, 39-40). Judas, haciéndose cargo de la situación, pidió que se rezara por ellos para que “quedara completamente borrado su pecado” (12, 42) y “después de haber reunido entre sus hombres cerca de dos mil dracmas, las mandó a Jerusalén para ofrecer un sacrificio por el pecado, obrando muy hermosa y noblemente, pensando en la resurrección. Pues de no esperar que los soldados caídos resucitaran, habría sido superfluo y necio rogar por los muertos; más, si consideraba que una magnífica recompensa está reservada a los que duermen piadosamente, era un pensamiento santo y piadoso. Por eso mandó hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado” (12, 43-46).
En efecto, como nos recuerda el Ritual de Exequias, “no se debe olvidar que uno de los objetivos principales de la liturgia funeral es el de elevar preces de intercesión por el difunto. Con ello, además de mostrar los vínculos estrechísimos que existen entre la comunidad terrena y el miembro difunto, se expresa la fe en la victoria de Cristo sobre la muerte y la esperanza de participar plenamente en ella. Pero, al mismo tiempo, se manifiesta la incertidumbre inherente a la situación concreta del difunto ante Dios. Mientras celebramos con la fe la victoria pascual de Jesucristo esperamos y pedimos –ya que todo lo que es objeto de esperanza lo es también de oración- que el Señor perdone los pecados del difunto, lo purifique totalmente, lo haga participar de la eterna felicidad y lo resucite gloriosamente al fin de los tiempos. Y estamos seguros de que nuestra oración es una ayuda eficaz para nuestros difuntos, en virtud de los méritos de Jesucristo, y no en virtud de una correspondencia matemática entre el número de sufragios y los beneficios obtenidos por los difuntos” (n. 15.16).
Así, pues, orar por los vivos y difuntos es una obra de misericordia espiritual y la podemos realizar siempre que pidamos por nuestros amigos y familiares en la Eucaristía y cuando nos acordamos de nuestros difuntos y oramos por ellos en cualquier momento y situación. Pero, también, esta obra de misericordia ensancha su onda expansiva de gracia a todas las personas que queremos y están vivas. En la liturgia eucarística, que es la expresión orante más plena para vivir esta obra de misericordia, pedimos por los vivos y los difuntos, por el Papa, por nuestro obispo, por los gobernantes y por las necesidades de todos ante el Padre. Es muy elocuente esta oración por la conmemoración de los vivos dentro de la Plegaria Eucarística I en la que pedimos: “Acuérdate, Señor, de tus hijos N. y N. y de todos los aquí reunidos, cuya fe y entrega bien conoces, por ellos y por todos los suyos, por el perdón de sus pecados y la salvación que esperan, te ofrecemos, y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza, a ti, eterno Dios, vivo y verdadero”.
El Papa Francisco, nos pidió en su Bula del Jubileo de la Misericordia que reflexionáramos “sobre las obras de misericordia corporales y espirituales” y expresamente nos recomienda “redescubrir las obras de misericordia corporales y no olvidar las obras de misericordia espirituales”(cf. Misericoridiae vultus, n. 15b). Que el Señor nos ayude a acompañar espiritualmente a las familias en sus duelos por sus difuntos y nos descubra el inmenso valor de la oración de intercesión por los vivos y los muertos.
Juanjo Calles
(Capellán del Hospital)