En la preciosa catequesis del evangelista Juan sobre la oración, cuando la Samaritana se ha visto desenmascarada por Jesús, ella queriendo cambiar de tema le hace la siguiente pregunta: «Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar» (Jn 4, 19-20), encontrando en labios de Jesús la siguiente respuesta:
«Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad» (vv. 21-24).
Con esta afirmación de Jesús a la mujer samaritana estaba confirmando que ha llegado ya la «hora» de los «verdaderos adoradores en espíritu y verdad»; que el Espíritu Santo que Él nos regala para que habite en nuestros corazones (cf. Rom 5,6) será también el principio de un nuevo culto, un culto espiritual no sacrificial ni ritual. Jesús inaugura el tiempo de una relación nueva con Dios: «Ni en este monte… ni en Jerusalén», con la entrega de su Vida al Padre ofreciéndonos su Cuerpo, Jesucristo resucitado será el centro del culto en espíritu y verdad, el lugar de la presencia divina, el templo espiritual de donde manan ríos de agua viva. Con Jesús hemos superado la religión del templo y de los sacrificios rituales y hemos inaugurado ya la hora de la adoración en espíritu y verdad con la propia existencia, la aparición del culto espiritual que consiste en «ofrecer nuestros cuerpos como una víctima santa, agradable a Dios: tal será vuestro espiritual» (Rom 12, 1).
Para que nuestro culto sea en verdad «en espíritu y verdad» necesitamos, como nos ha recordado el Papa Francisco «clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón abierto, dejando que Él nos contemple. ¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus ojos!¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar su vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en definitiva, lo que hemos visto y oído es lo que anunciamos (1Jn 1, 3). La mejor motivación para dedicarse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor… Urge recobrar un espíritu contemplativo» (cf. Evangelii gaudium, 264). Una forma sencilla de aprender a orar y a adorar la tenemos todos los católicos salmantinos al alcance de la mano: ¡Jesús, el Maestro de oración, te está esperando en la Capilla del Monasterio del Corpus Christi de las Clarisas (Ronda del Corpus) las 24 horas del día! ¡Él te espera como lo hizo junto al pozo con la Samaritana y quiere entablar un diálogo de amor contigo en medio del silencio! ¡Atrévete a pasar con Él tan solo un hora y tu corazón quedará transformado! ¡Ponte ante sus Ojos y deja que Él te mire porque la oración es un cruce de miradas de Uno que está enamorado de ti y tú aún lo sabes!: «Si conocieras el don de Dios…» le dijo Jesús a la Samaritana y te dice a ti hoy, a través de estas líneas….
Dime cómo oras y te diré cómo vives. ¿Cuánto tiempo le dedicas a la oración en tu vida personal y familiar? De la radical importancia de la oración para la vida cristiana quiero hablarte, querido lector/a. Sin oración no hay fuego en el corazón. La oración es el alimento de la fe, la fuente nutricia de la esperanza y el manadero permanente de la caridad. Sin oración no hay misión, cuando no oramos, nos sobreviene la «di-misión», nos pasa como al pueblo de Israel en el desierto: sucumbimos ante nuestro Adversario que es más fuerte e inteligente que nosotros. Sin descubrir el arte de la oración, estamos a merced de nuestros enemigos. Hoy los bautizados no sabemos orar y, en consecuencia tampoco enseñamos a orar a nuestros hijos. De aquí la anemia espiritual que padecemos y que está conduciendo a un empobrecimiento muy acelerado y progresivo de nuestras comunidades parroquiales; a un enfriamiento de la caridad y a un desentendimiento de la misión esencial y fundamental de la Iglesia, de toda comunidad cristiana, como es la evangelización. Sin oración, solo nos quedan ritos vacíos y fríos que no calientan el alma ni despiertan la vocación misionera. Sin oración, la fe se vuelve sosa, la caridad se apaga y la esperanza se difumina del horizonte de nuestras vidas.
Enséñanos a orar, le pidieron los apóstoles a Jesús. Y el Maestro les dijo cómo había que orar: siempre y en todo lugar, con intrepidez, sencillez y humildad, como un hijo habla con su Padre, en total confianza y abandono; como la viuda inoportuna del Evangelio: insistiendo a tiempo y a destiempo, orando constantemente. Es más, Jesús nos señaló el contenido mismo de la oración: «Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo. Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en el cielo…» (Mt 6, 7-9). Santa Teresa de Jesús, experta orante, nos dejó esta bellísima definición sobre la oración: «A mi parecer no es otra cosa oración sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama«. ¿No es cierto que tratamos poco al Señor, que le dedicamos muy poco tiempo? ¿Cuánto hace que no visitas ni frecuentas la visita al Sagrario donde está el Señor presente esperando para escucharte y amarte? ¿Cuántas horas dedicas -en la intimidad- a leer la Biblia que contiene la Palabra misma de Jesús que ilumina, orienta y guía nuestra vida cuando la ponemos bajo su mirada?
Sí, necesitamos aprender a orar más y mejor. ¿Dónde puedo aprender el arte de la oración? ¿Quién me puede enseñar a tratar a solas con quien sabemos nos ama? La familia cristiana por ser la primera iglesia doméstica está llamada a ser la primera escuela de oración. Así nos lo ha recordado el Papa Francisco al afirmar que «la oración en familia es un medio privilegiado para expresar y fortalecer la fe pascual. Se pueden encontrar unos minutos cada día para esta unidos ante el Señor vivo, decirle las cosas que preocupan, rogar por las necesidades familiares, orar por alguno que esté pasando un momento difícil, pedirle ayuda para amar, darle gracias por la vida y por las cosas buenas, pedirle a la Virgen que proteja con su manto de Madre» (cf. Amoris laetitia, n. 318). También la Iglesia, es Madre y Maestra, ella nos enseña y adentra en el arte de la oración a través de la Iniciación Cristiana. Las parroquias, concebidas -afirma el Papa Francisco- como «comunidad de comunidades han de ser santuarios donde los sedientos van beber para seguir caminando…» (cf. Evangelii gaudium, n. 28). En ellas, podemos y debemos ser iniciados a la vida de oración tanto personal como comunitaria. En muchas diócesis en estos últimos años se ha implantado la Adoración Perpetua en un templo determinado para la oración y adoración durante las veinticuatro horas al día. También, en muchas parroquias, se tiene un día reservado, normalmente los jueves, para la Adoración del Señor – ante su presencia sacramental en la Eucaristía.
Todos estos espacios nos facilitan y adentran en el arte de la oración y la adoración. Durante los tiempos litúrgicos de Adviento y Cuaresma en no pocas parroquias, todos los parroquianos que lo desean son introducidos en la oración litúrgica, comunitaria y eclesial de la Liturgia de las Horas y así, poco a poco, los fieles cristianos son instruidos, enseñados y equipados en el combate de la oración teniendo como modelo referencial a Jesús mismo porque Él «nos enseña a orar no sólo con la oración del Padre nuestro, sino también cuando Él mismo ora. Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas por una verdadera oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos; la confianza audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y comprendemos; y la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación» (cf. Compendio del Catecismo de la Iglesia, nº 544). Según el Catecismo, las fuentes de la oración cristiana son: la Palabra de Dios, la Liturgia de la Iglesia, las virtudes teologales y las situaciones cotidianas porque en ellas podemos encontrar a Dios (nº 558).
Juanjo Calles, párroco de Cristo Rey